Edward Snowden habla de una “arquitectura de la opresión” electrónica basada en la manía de nuestro Estado de seguridad nacional de controlar las comunicaciones de la humanidad en general. Pero hay otros sistemas de control (más del tipo emocional y cultural que digital) que no son menos susceptibles de ser objeto de abusos. Los más eficaces de estos son los sistemas superpuestos de influencia y control establecidos por el lobby israelí. Este es un término genérico que se refiere a las personas e instituciones dispares que creen que a los estadounidenses no se les debe permitir criticar públicamente al gobierno de Israel, ni siquiera cuando actúa mal, y con esta intención en mente llevan a cabo una amplia política de la discusión pública de todo lo que tenga que ver con Israel.
El lobby está formado principalmente por la dirección de tres importantes organizaciones, la Liga Anti-Difamación (ADL, por sus siglas en inglés), el Comité Judío Americano y el Centro Simon Wiesenthal. Las figuras públicas más conocidas del lobby son Abraham Foxman, director de la ADL, y Alan Dershowitz, un abogado americano, abogado, profesor y comentarista político. Están respaldados por un contingente aún mayor de la derecha, los cristianos evangélicos, el distrito electoral más grande y más activo en el Partido Republicano, muchos de los cuales creen que una guerra religiosa provocaría la Segunda Venida de Cristo. Todas las personas mencionadas tienen una cosa en común: atacan a los críticos estadounidenses del Estado de Israel, por lo general llamándoles antisemitas o judíos que se odian a sí mismos, a menudo tratando de arruinar su reputación o expulsarlos de sus puestos de trabajo.
En el Congreso estadounidense, el Comité de Asuntos Públicos Americano-Israelí (AIPAC, por sus siglas en inglés) hace más o menos lo mismo, con una diferencia importante: tienen a su disposición enormes cantidades de dinero. Actualmente la mayoría de los funcionarios electos reciben dinero del AIPAC para votar como el actual gobierno de Israel quiere que lo hagan, al menos en las cuestiones que tienen que ver con Medio Oriente. No hay nada ilegal en ello, se llama ‘empaquetamiento’, y es básicamente una forma de soborno legal. Pero hay que decir que es bastante extraño, por no decir sin precedentes, que el primer ministro de un país extranjero participe a través de sus apoderados en la distribución de dinero al Congreso de los EE.UU. para que sus miembros voten como él quiere. Es una situación sorprendente desde el punto de vista de la soberanía del país, por no hablar de la moral política.
Pero ¿por qué la gente y organizaciones del lobby de Israel se comportan de esta manera y por qué también siguen sus dictados muchos estadounidenses supuestamente libres? ¿Por qué cooperan en la represión de las críticas al Estado de Israel, cuando todo el mundo sabe que la autocrítica y el profundo debate son necesarios para la salud del Estado, de cualquier Estado? ¿Por qué tantas personas que dicen que aman a Israel abrazan doctrinas que garantizan la eventual destrucción de Israel? ¿Y por qué tantas personas se sienten obligadas a pensar, hablar y actuar de acuerdo con los dictados de un lobby que a menudo es irracional? Lo hacen porque las actitudes hacia Israel están profundamente entrelazadas con los esfuerzos continuos por suprimir la memoria traumática del Holocausto nazi y del mismo modo por suprimir la atormentada conciencia que produjo este mal. Esto es a la vez inquietante y peligroso, porque no se puede suprimir este tipo de trauma (y me refiero a la memoria traumática asociada con el Holocausto), sólo se puede encauzar. Y sólo se puede encauzar mediante la deconstrucción de la agresión interiorizada junto con el trauma. Y eso significa aceptar la capacidad espectral pero universal que todos los seres humanos tienen para el mal.
Algunas instituciones, en particular el Centro Simon Wiesenthal en Los Angeles, también alientan e intentan acentuar la memoria traumática asociada con el Holocausto, insistiendo en que la identificación con las víctimas del Holocausto debe ser la base de la identidad judía, en lugar de identificarse con los que trataron de detener el Holocausto. En mi libro The Death of Judeo-Christianity: Religious Aggression and Systemic Evil in the Modern World llamo la atención sobre el gran peligro de este enfoque: “Para vivir en el mismo mundo en el que ocurrió el Holocausto, el Centro Wiesenthal está diciendo que se tiene que aceptar como el mayor crimen de la historia y como el determinante más importante de la identidad judía. Pero esto es una estrategia equivocada, porque le da demasiado poder al Holocausto. No se puede basar la identidad en el Holocausto sin internalizar su agresión, porque no se puede tener una sin la otra”. [1] Esto crea un vínculo traumático, que une a la víctima no con el agresor, sino a su agresión. Por ello muchas de las víctimas parecen imitar y desarrollar el tipo de agresión del que alguna vez fueron víctimas; el niño maltratado crece para ser un abusador.
Esta es la internalización de la agresión del Holocausto que se encuentra en cada aspecto del lobby de Israel y en las personas que siguen sus dictados culturales y políticos, aun cuando esos dictados sean desastrosos para Israel. Encauzar la memoria traumática del Holocausto también significa encauzar la agresión interiorizada que inevitablemente la acompaña. Esto no quiere decir que todas las personas que apoyan acríticamente al Estado de Israel se ven afectados por el trauma multigeneracional, ni que todos los cristianos ni todos los judíos obedezcan este mensaje. El trauma asociado con el Holocausto nazi a menudo afecta a las personas que no tienen relación alguna con Europa o con el período histórico en que se produjo el Holocausto y en la mayoría de los casos esto se debe a que el Holocausto enfrenta a la gente con el problema de la sistematización del mal de una manera que no pueden ignorar o evitar. La gente de nuestros días está tan poco acostumbrada a hacer frente a la omnipresencia del mal que incluso el tratar de enfrentarlo puede ser traumático, porque la modernidad no tiene ninguna filosofía, ninguna teología, o explicación detallada que pueda dilucidar por qué la agresión y el mal son tan poderosos en los asuntos humanos. Y aunque la religión institucionalizada trata de identificar el mal, no puede detenerlo y, a menudo, lo empeora.
Reconocer la existencia del mal con frecuencia lleva a la gente (incluidas la gran cantidad de personas que están horrorizados por eso) a darse cuenta de que el mal puede ser más poderoso que el bien y generalmente es así. El darse cuanta de esto es en sí mismo bastante desorientador, porque va en contra de aquello en lo que han creído las personas ilustradas durante los últimos tres siglos. No se basa en meras especulaciones filosóficas, sino que surge como resultado de trastornos psicológicos atroces en los que las personas descubren que el mundo que conocían ya no existe. Este proceso crea una angustia tan profunda que la única forma que algunas personas tienen de poder suprimirla es creando un sistema imaginario en el que los delirios reemplazan las realidades imprevisibles y las reacciones de otras personas deben ser manipuladas sin cesar a través de una especie de totalitarismo emocional (es decir, la manipulación de las emociones negativas, sobre todo el miedo, la culpa, la agresión y la vergüenza, se puede utilizar para hacer que las personas eviten temas tabú, y al hacerlo, animarlas a suprimir pensamientos sobre ellos).
Esta es una gran parte del sistema cultural que el lobby de Israel ha puesto en marcha, pero hay otro componente que se oculta. En un nivel muy profundo, partidarios incondicionales del Estado de Israel sufren un miedo que los corroe de que Israel no es el lugar perfecto que el lobby afirma que es y para controlar sus miedos reprimidos deben esforzarse por controlar todo lo que las demás personas piensan y sienten sobre Israel, a menudo castigando ritualmente a los críticos impenitentes estadounidenses de Israel de maneras visible, pública y, a veces, surrealista.
Esto nos lleva al fenómeno de chivo expiatorio ex post facto, un recurso ampliamente practicado por los visionarios cuando sus brillantes sueños se convierten en pesadillas. Considérese, por ejemplo, las patologías asociadas al estalinismo. ¿Por qué hubo allí juicios espectaculares, asesinatos y se envió a miles de personas a los gulag? Porque el comunismo no pudo cumplir sus promesas, por lo tanto, se necesitaban chivos expiatorios que cargaran con la culpa y el castigo. En el caso de Israel, se han abandonado en su mayoría los ideales de generaciones de liberales, socialdemócratas y socialistas sobre un Estado judío, así que hay que culpar y castigar a alguien o a algún grupo de personas por este fracaso. De este modo, la furia contenida por el colapso moral de Israel se desplaza descaradamente a los críticos que documentan este mismo colapso. Esto puede explicar en parte la naturaleza exagerada y bufonesca de las acusaciones que el lobby israelí lanza a quienes critican al gobierno actual de Israel: que tales críticas son secretos cripto-fascistas, que anhelan la destrucción de Israel, que están planeando un nuevo Holocausto y así sucesivamente.
Si usted todavía se pregunta por qué los miembros del lobby de Israel se comportan como lo hacen, considere también las siguientes dinámicas desde el punto de vista de un superviviente del Holocausto o de alguien que perdió a miembros de su familia en el Holocausto. ¿Dónde estaba Dios en el momento de mayor peligro de su pueblo, cuando todos los días se asesinaba a 10.000 judíos en las cámaras de gas de Auschwitz-Birkenau? Dios no estaba allí para su pueblo cuando este lo necesitaban, no se podía encontrar a Dios. Lo mismo ocurre con la fe laica en los ideales sociales liberales democráticas y progresistas abrazados por los judíos laicos desde la Ilustración, ninguno de ellos supuso la menor diferencia una vez que se estableció la Endloesun, la Solución Final. El resultado fue una pérdida, en gran parte inconsciente, de la fe en Dios, en la democracia liberal y en cualquier solución a los problemas políticos que no fuera la fuerza militar. Muchos supervivientes terminaron creyendo, más inconsciente que conscientemente, que quienes sobreviven en este mundo lo hacen sólo por hacer daño a otras personas.
Esto llevó a un proceso en el que el culto al Estado de Israel reemplazó poco a poco a un Dios basado en la Torá, por no hablar de una creencia laica en soluciones políticas progresistas. Las personas que cada vez veían más a Dios como poco más que una metáfora antigua ya podían adorar a algo mucho más concreto: el ejército del Estado de Israel victorioso, su activa diplomacia, sus grandes iniciativas de propaganda, por no mencionar sus centros de interrogatorios del Shin Bet y las entre 200 y 400 armas nucleares, ¡todo el mobiliario de un Estado teocrático exitoso! Y en vez de sentirse cerca de un Dios evidentemente ausente e intangible, ahora podrían experimentar sentimientos tumultuosos de nacionalismo religioso, la fuerza más fuerte y peligrosa del planeta. De hecho, esto constituye la verdadera religión laica de Israel y de muchos de sus seguidores incondicionales en los EE.UU.: la adoración del nacionalismo religioso al servicio del poder del Estado, en la forma del Estado de Israel.
Sin embargo, el nacionalismo religioso se siente como Dios, porque es tan poderoso, y teniendo en cuenta lo que los judíos han sufrido en el pasado, sin duda necesitan el poder para protegerse. Pero lo que los judíos de Israel han hecho a los palestinos, y les siguen haciendo es el tipo de poder equivocado. Han aceptado una forma de mal sistémico, cuya naturaleza adictiva sólo ahora están empezando a comprender. La clase política israelí ha interiorizado la agresión de los antisemitas europeos, con la ayuda de las referencias casi diarias al Holocausto hechas por los medios de comunicación israelíes y los políticos de derecha, con el resultado social de que ahora odian a los palestinos de una manera muy parecida a cómo una vez los cristianos en Europa odiaron a los judíos.
Pero si los judíos luchan con la agresión que no pueden reconocer, también los cristianos luchan contra un bochorno que no se atreven a nombrar. Después de todo, fueron los cristianos quienes llevaron a cabo el Holocausto, que no era más que el acto final de miles de años de antisemitismo cristiano. Si los cristianos reflexionaran bastante sobre este último hecho a algunos de ellos se les podría ocurrir que el Cristianismo ha sido y es, según sus propios criterios, una religión fallida. Así, el inherente incentivo de declarar que el proyecto israelí es un éxito rotundo: unido a la suficiente culpa no reconocida para hacer que los cristianos den a los israelíes lo que quieran, ya que junto con la culpa hay un temor generalizado a ser difamados públicamente como antisemitas, algo que los sionistas aprendieron rápidamente a hacer para conseguir lo que querían. Por lo tanto, todo lo que tenga que ver con Israel/Palestina se cubre con los tabúes elaborados, tanto para los cristianos como para los judíos, hasta el punto de que las personas no se atreven a hablar en público, ni siquiera a pensar en privado, acerca de las implicaciones morales y políticas de la impunidad para los crímenes y delitos de Israel.
Todo lo cual debería ayudarnos a entender por qué el lobby de Israel tiene que representar a Israel como perfecto y por qué, según el lobby, nunca debe ser criticado. El Holocausto Nazi debe ser moralmente repudiado y su recuerdo traumático reprimido, pero no de una manera que exigiría a nadie hacer cualquier cambio o hacer cualquier cosa; así, sólo un Estado Santo, un Estado perfecto, un Estado exaltado y utópico a miles de kilómetros de distancia (es decir, un Estado imaginario) puede de esta manera rápida y eficaz redimir la vergüenza de los cristianos y ayudar a suprimir la ira y la agresión interiorizada de los judíos. Si la locura nazi era pura maldad, se debe percibir ahora al Estado de Israel como el bien en su totalidad y perfección; sólo el más perfecto, trascendente y eterno Estado podría ayudar a reprimir el recuerdo traumático de los seis millones de muertos en Europa y con ello suprimir todo pensamiento de maldad humana en el momento presente (porque si el Estado Santo es perfecto, los cristianos y los judíos que lo apoyan son igualmente perfectos y no necesita ningún cambio ni hacer nada). El resultado de esta maligna y autoexculpatoria fantasía es un sistema completamente disfuncional en el que se paga a los legisladores para que firmen proclamas en las que en realidad no creen, donde los cristianos y los judíos están obligados a obedecer a unos líderes flagrantemente mediocres y se intimida a los intelectuales para que simulen que aman a Israel cuando la mayoría de ellos desea en secreto que desaparezca el Estado de Israel y las personas hambrientas de poder que lo apoyan.
Por supuesto, no es que la civilización occidental no haya visto antes lobbies fanáticos y obsesionados por el poder. Como George Orwell documentó en la década de 1940, las clases intelectuales de Gran Bretaña y Europa estaban obsesionadas en ese momento por la Unión Soviética, que Orwell entendió como una forma encubierta de culto al poder. Pero los comunistas en los EE.UU. nunca fueron fuertes institucionalmente, sino que estaban limitados principalmente a un pequeño grupo de seguidores entre los intelectuales creativos y un puñado de sindicalistas. Por otra parte, el lobby de Israel posee una enorme riqueza gracias a sus donantes multimillonarios y tiene una fuerte influencia en todos los niveles de la vida institucional en EE.UU., además de que sus seguidores evangélicos constituyen la circunscripción electoral más dinámica del Partido Republicano. La convicción de que no se puede criticar a Israel no está sólo la imaginación de unos pocos fanáticos altamente remunerados en el lobby de Israel, aunque ellos definen el fanatismo en nuestro tiempo, también lo apoyan lo que parece ser una mayoría del pueblo estadounidense.
Pero el hecho de que las creencias y los comportamientos irracionales e inmorales tengan un gran seguimiento no convierte a estas creencias y comportamientos en justos. Los traumas del siglo XX han llevado a millones de personas inteligentes y capaces a patologías psicológicas activas, que ellas experimentan como realidades ideológicas. El conflicto israelí/palestino no tiene que ver con la política, ni con la religión, ni siquiera con la geopolítica. Tiene que ver con una patología y en última instancia, con la sistematización del mal. Tanto la maldad del Holocausto como el recuerdo traumático que genera es por definición una herida que nunca sanará; no se puede omitir, solo se puede reconocer y controlar. Y la única manera de controlarla realmente es deconstruir el vínculo traumático (la esclavitud emocional respecto a la agresión como árbitro supremo de la historia) en su corazón.
Mientras tanto, el verdadero Estado de Israel (no la fantasía en la que se supone que la gente cree) sigue moviéndose hacia la derecha, los políticos de EE.UU e Israel siguen mintiendo acerca de lo que realmente está sucediendo y continúa el uso de los asesinatos selectivos, el encarcelamiento masivo, la tortura y el castigo colectivo de los palestinos. Lo que el Estado de Israel realmente necesita es lo que necesitan todos los Estados, esto es, críticas educadas que denuncien lo que está mal en ese Estado, apoyar lo que está bien y trabajar para hacer frente a las injusticias y corregirlas. Pero tanto el mensaje del lobby de Israel como la expresión cultural y política de los EE.UU. no tienen que ver con la realidad, sino con una idea apocalíptica de la perfección que consiste en que el apparatchiki se debe arrebatar de la garganta de todos para suprimir su propio trauma, en este caso, la memoria traumática del peor crimen de la humanidad y sus propias dudas acerca de la verdadera naturaleza del Santo Estado engendrado por él.
Notas;
[I] Lawrence Swaim, La Muerte del Judeo-Cristianismo: La agresión religiosa y el mal sistémico en el Mundo Moderno (Winchester Reino Unido y Washington DC: Circle Books, John Hunt Publishing, Ltd., 2013), 169.
Autor: Lawrence Swaim para Counterpunch / Traducido del inglés por J.M.
Lawrence Swaim es director ejecutivo de Interfaith Freedom Foundation, una organización de derechos civiles que se opone a la islamofobia y aboga por la libertad religiosa para todos. Su último libro, Trauma Bond: An Inquiry into the Nature of Evil , fue publicado en marzo por Psique Books, un sello de John Hunt Publishers, Ltd.
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